Sólo muere quien olvida soñar

Dr. Ricardo Guillén Memije

 

Los nahuas concebían la vida y la muerte como fuerzas complementarias dentro del equilibrio del cosmos (Ollin, movimiento). El universo, los dioses y los humanos participaban en un mismo ciclo de creación, destrucción y renacimiento. Por ello, morir era transformarse, no desaparecer.

 

En su universo, todo tenía alma —la piedra, el agua, el fuego, la palabra— y toda alma debía volver al origen, al vientre tibio de la tierra que nos parió. Morir, decían, era cambiar de casa. El destino del alma dependía del tipo de muerte y no de la conducta en la vida; los guerreros caídos y mujeres muertas en parto iban a la “Tonatiuhichan” casa del Sol, los muertos por fenómenos naturales llegaban al “Tlalocan”, los infantes se quedaban en el “Chichihuacuauhco” en los brazos de un árbol que los alimentaba con leche, y el resto descendían al “Mictlán”; el alma emprendía un recorrido de cuatro años y nueve niveles hasta llegar ante “Mictlantecuhtli” y “Mictecacíhuatl”, señores de los muertos.

 

Debía cruzar ríos, montañas, vientos cortantes y bestias; por eso, en los rituales funerarios, se colocaban junto al difunto: Un xoloitzcuintle (perro sagrado) para guiarlo por el río del inframundo y objetos personales y comida, como ofrenda para su travesía.

 

Solo al completar ese viaje, el alma alcanzaba la quietud final: la disolución en la tierra madre (Tlalticpac), donde el silencio tenía nombre y los dioses de los huesos guardaban el equilibrio de la existencia.

 

Ninguno moría del todo. El cuerpo se deshacía en polvo, pero el “Tonalli”, esa chispa que nos habita, seguía danzando en el viento, alimentando a los dioses, fecundando la vida, recordándonos que somos instante y eternidad al mismo tiempo. Por eso, cuando el cempasúchil abre su flor y el humo del copal acaricia el aire, no estamos recordando a los muertos: estamos conversando con ellos. Volvemos a reconocernos en sus pasos, en su aliento, en su memoria. La muerte se sienta a la mesa y, sin decir palabra, nos recuerda que permanece sempiternamente presente.

 

Nezahualcóyotl lo intuyó en su poesía y lo dejó sembrado en la voz del tiempo: “Solo venimos a soñar, solo venimos a intentar; es un sueño, no es verdad, que venimos a vivir sobre la tierra. Como flores que se marchitan, así es nuestra existencia”. De ahí su relación con la flor (Xóchitl) y el canto (Cuícatl), símbolos de la fugacidad y la belleza efímera.

 

Nezahualcóyotl nos recuerda que la vida es un sueño breve, una flor que abre sus pétalos solo por un instante antes de desvanecerse. Pero en esa fugacidad reside su poder: lo efímero nos invita a vivir con intensidad, a dejar huella, a no pasar por el mundo como sombras. Cada amanecer es una oportunidad para crear, amar, servir y trascender. La belleza de la existencia no está en su duración, sino en la huella luminosa que dejamos cuando elegimos ser auténticos. Así, la flor que se marchita no muere, porque su aroma permanece en la memoria de quienes la respiraron.

 

El tiempo no se detiene, pero quienes viven con propósito lo vencen. Porque cuando la vida se vive con conciencia y amor, no importa cuán breve sea: su eco se vuelve inmortal.

 

Solo muere quien olvida soñar; quien deja de crear, de amar, de mirar el cielo con asombro. La muerte, entonces, no es sólo el final del cuerpo, sino el silencio del espíritu. La eternidad se conquista en cada gesto noble, en cada palabra que enciende a otros, en cada sueño que deja raíces en la tierra. Vivir es el arte de trascender, y el sueño —esa fuerza invisible que nos mueve— es el puente entre la vida y la inmortalidad.

 

Como nos recuerda Lisel Mueller: “La muerte está tan segura de alcanzarnos que nos da toda una vida de ventaja”. Es en ese regalo —en esta vida que nos precede y nos pertenece— donde reside la verdadera oportunidad: vivir plenamente, soñar sin miedo, amar con intensidad y dejar un legado que trascienda. La muerte nos acecha, inevitable, pero mientras estamos aquí, tenemos la ventaja de convertir cada instante en luz, en creación, en memoria. Que cada día vivido sea un triunfo de nuestra conciencia y nuestra pasión; que cada acción noble sea un recordatorio de que, aunque la muerte nos espere, nuestra vida puede florecer para siempre.

 

¡Vive.. Haz de cada día una eternidad y de cada respiro, una victoria sobre el olvido!