Revolución Mexicana, consumo y memoria / Propuestas y Soluciones

Jorge Laurel González

Es mejor morir de pie, que vivir de rodillas

Emiliano Zapata (Revolucionario mexicano)

El fin de semana pasado, 15, 16 y 17 de noviembre, mientras millones de mexicanos aprovechaban el Buen Fin y el puente largo para adelantar compras y escapadas, pensé inevitablemente en otra fecha de noviembre: el 20, aniversario de la Revolución Mexicana. Este año, el programa comercial dejó una derrama estimada de alrededor de 200 mil millones de pesos y la participación de más de 200 mil negocios formales. Buena noticia para quienes vivimos del comercio, pero también recordatorio de que este país se reconstruyó, alguna vez, sobre los escombros de una guerra civil.

Las causas de la Revolución son conocidas, pero conviene recordarlas. El Porfiriato ofreció orden y progreso para unos cuantos y pobreza y silencio para la mayoría. Concentración de la tierra en pocas manos, despojo de comunidades, represión a obreros, reelección indefinida, prensa controlada, fraudes electorales sistemáticos. No fue un estallido caprichoso, sino la respuesta violenta a un sistema que cerró casi todas las vías pacíficas de cambio.

¿Valió la pena? En el balance histórico, hubo ventajas innegables. Se abrió paso al principio de no reelección, se reconocieron derechos laborales, se impulsó el reparto agrario, se redactó una Constitución en 1917 que colocó derechos sociales de avanzada. México dejó de ser, al menos en el papel, una hacienda al servicio de una élite casi feudal.

Pero el costo fue devastador: cerca de un millón de muertos en un país de quince millones de habitantes, infraestructura destruida, producción agrícola desplomada, familias desplazadas, regiones enteras empobrecidas. Y, sobre todo, la normalización de la violencia como método para disputar el poder. Rompimos una dictadura, sí, pero también aprendimos que matar al rival podía ser una forma “eficaz” de hacer política.

Tras la renuncia y exilio de Porfirio Díaz en 1911, lo que siguió durante unos quince años fue, más que una epopeya romántica, una rebatinga sangrienta por el poder. Francisco I. Madero, el apóstol de la democracia, fue derrocado y asesinado en 1913 por el golpe de Victoriano Huerta. Huerta, a su vez, fue derribado por la alianza encabezada por Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, con la fuerza militar de Pancho Villa y el respaldo moral de Emiliano Zapata.

Luego vino la traición entre “compañeros de causa”. Zapata fue emboscado y asesinado en 1919 por órdenes de Carranza, mediante el general Pablo González y el engaño tendido por Jesús Guajardo. Carranza murió un año después, asesinado mientras huía, víctima de la conspiración de fuerzas sonorenses afines a Obregón. Villa fue acribillado en Parral en 1923, en una emboscada en la que la mano del gobierno obregonista y de Plutarco Elías Calles ha sido señalada por múltiples historiadores. Obregón, finalmente, fue asesinado en 1928 por José de León Toral, simpatizante cristero. La lista no es exhaustiva, pero muestra el patrón: nuestros próceres se fueron matando unos a otros, convencidos de encarnar cada uno la “verdadera” Revolución.

¿Cuándo debió haber terminado, entonces, la Revolución Mexicana? Históricamente se suele marcar 1917, con la nueva Constitución, o 1920, con la llegada de Obregón y el fin del carrancismo. A mi juicio, debió concluir en el momento en que se recuperó una mínima normalidad institucional y existió la posibilidad real de procesar las diferencias por la vía electoral y jurídica. Todo lo que vino después —asesinatos, golpes palaciegos, caudillos indispensables— tuvo más de disputa personal por el poder que de auténtico impulso revolucionario.

La lección es incómoda: las revoluciones no son un capítulo cerrado, son ciclos. Nacen cuando se cierran las puertas de la movilidad social, crecen cuando la desigualdad y la corrupción se vuelven insoportables, estallan cuando la ciudadanía concluye que no hay otra vía. La de 1910 fue hija de un país sin alternancia, sin justicia para campesinos y obreros, sin canales efectivos para corregir abusos.

Hoy, más de un siglo después, mientras celebramos el Buen Fin y vemos filas en centros comerciales, vale preguntarnos si el progreso que presumimos es verdaderamente incluyente. Esa derrama económica de más de 200 mil millones de pesos es oxígeno para el comercio y para miles de micro y pequeñas empresas, pero no necesariamente corrige por sí sola los rezagos en salarios, educación, salud, vivienda y seguridad. Las cámaras empresariales insisten en que se consuma en negocios formales y con responsabilidad; al mismo tiempo, especialistas advierten del endeudamiento de muchas familias. Como empresario, celebro que el puente largo del 15 al 17 de noviembre haya dejado hoteles más llenos, restaurantes con mesas ocupadas y comercios con cajas sonando. México necesita que la economía se mueva, que haya empleo, crédito, inversión. Pero como ciudadano que mira hacia 1910, me preocupa que confundamos dinamismo económico con justicia social. El consumo puede maquillar el malestar unos días; no sustituye instituciones sólidas ni un Estado que funcione. La Revolución nos recuerda que, cuando las deudas sociales se acumulan, el país termina estallando. Hoy no vivimos un porfiriato, pero seguimos arrastrando desigualdades extremas, regiones olvidadas, jóvenes sin futuro y una violencia que, aunque distinta a la de hace un siglo, también deja territorios sometidos por poderes fácticos. Las revoluciones son cíclicas no porque la gente sea violenta por naturaleza, sino porque los sistemas tienden a cerrarse sobre sí mismos hasta que algo los rompe. Ojalá hayamos aprendido lo suficiente para que la próxima gran transformación de México no tenga que escribirse con sangre. Que la memoria del millón de muertos de la Revolución sirva como advertencia, no como guión. Mientras tanto, en cada puente y en cada Buen Fin, convendría recordar que el verdadero “buen fin” de un país no se mide solo en ventas, sino en la capacidad de ofrecer dignidad y futuro a la mayoría.

Recordemos que solamente Juntos, Logramos Generar: Propuestas y Soluciones.

Jorge Laurel González
Empresario