Los gatos: Una lección intelectual de la convivencia

Con profundo afecto para mi Kutimba

y todos los gatos.

 

VALERIA AYLIN HERNANDEZ MUÑOZ

Cuando a un gato se refiere, no solo hablamos de compañeros domésticos de cuatro patas sino también de entes de reflexión filosófica, literaria y simbólica. Su presencia discreta, su manera cuidadosa de observar el mundo y su autonomía radical han despertado en distintos pensadores una fascinación que revela más sobre la condición humana que sobre el propio animal. Jacques Derrida, por ejemplo, escribió sobre la experiencia de ser mirado por su gato, interpretando esa mirada no como un gesto cualquiera, sino como una interpelación: un recordatorio de que no somos los únicos sujetos del mundo y de que nuestra supuesta superioridad es, muchas veces, una ilusión cómoda que ellos aceptan con inteligencia…

Convivir con un gato es, en cierta forma, aceptar esa incomodidad. A diferencia de animales gregarios o dependientes, los gatos no responden a órdenes ni construyen su afecto a partir de la obediencia. Donna Haraway, en When Species Meet, señala que los vínculos con animales no humanos revelan maneras alternativas de relacionarnos, más horizontales y menos utilitaristas. En el caso del gato, esto se vuelve evidente: es un compañero que no exige, pero tampoco se somete; que ofrece afecto, pero solo desde la voluntariedad; comprenderlo implica reconocer que la convivencia también puede construirse desde la libertad y el respeto mutuo, y esa tarea no es para cualquiera.

La literatura también ha encontrado en los gatos un espejo que refleja la sensibilidad humana. Charles Baudelaire los retrató como criaturas enigmáticas, casi místicas, capaces de condensar en un solo movimiento toda la elegancia y la oscuridad de lo que escapa a la razón. Jorge Luis Borges, amante confeso de los gatos, celebraba su manera de existir sin pedir permiso al mundo: un símbolo de la quietud, pero también de la autosuficiencia. Para estos escritores, el gato no era un simple animal, sino una metáfora del misterio que habita lo cotidiano.

Los gatos nos enseñan, quizás sin proponérselo, a valorar la pausa, el silencio y la calma. En un contexto social acelerado, su tranquilidad, su forma de tenderse al sol o seguir con la mirada un punto invisible, revela que la contemplación también es una forma de comprender el mundo, otro claro ejemplo es el caso del escritor japonés: Haruki Murakami, otro observador atento de los felinos, el cual insinúa que su compañía nos invita a habitar el presente con más calma y a reconciliarnos con los silencios que evadimos.

En última instancia, me permito agregar que reflexionar sobre los gatos es reflexionar sobre nosotros mismos, es reconocernos en sus miradas y claramente apelar a nuestro propio yo, la contemplación del otro desde la libertad. Derrida vio en la mirada de su gato la fractura de la frontera entre humano y animal; Baudelaire halló belleza en su misterio, mientras que Borges, una compañía silenciosa que no exigía explicaciones. Todas estas aristas convergen en un punto de inflexión: el gato nos obliga a pensar en modos de relación donde el afecto no es imposición, donde la presencia no implica control y donde la libertad del otro no es una amenaza. Es un recordatorio palpable de que el convivir también es permitir al otro ser, sin pretender descifrarlo por completo. Y he aquí la verdadera magia.