“La moneda y la memoria: lo que se pierde cuando se entrega la soberanía monetaria”

Por Dr. Ricardo Guillén Memije

Presidente en México del Consejo Mundial de la Paz, Voluntarios de la ONU

 

Hay pérdidas silenciosas que duelen más que las que hacen ruido.

Una de ellas es la pérdida de la moneda propia.

Y no hablo solo del metal o del papel.

Hablo de la historia, del símbolo, del pulso de una nación que late en cada billete, en cada moneda, en cada elemento monetario que nos recuerda quiénes somos.

 

La moneda es, en esencia, identidad convertida en valor.

Es soberanía que se lleva en el bolsillo.

Es el retrato económico de la libertad.

 

Recientemente, viajé a El Salvador y Ecuador, países que desde hace años dejaron atrás sus monedas nacionales para adoptar el dólar estadounidense como moneda oficial.

 

Caminando por el aeropuerto de San Salvador, en compañía de mi sobrino Leonardo de 17 años de edad, en la búsqueda de un espécimen monetario para mi colección,  pregunté a varios jóvenes si poseían algún colón salvadoreño. Nadie lo recordaba. Una adolescente me respondió: “Eso ya ni existe, creo que era como… antiguo”.

Me sorprendió más cuando un adulto mayor me dijo: “sí claro aquí traigo uno”, —mi sobrino y yo nos emocionamos, por fin habíamos conseguido uno—  hurgó en su cartera y extrajo un dólar americano y me lo obsequió, mismo que no acepté y agradecí su generoso gesto, y le hice saber que lo que buscaba era un billete (colón salvadoreño). Respondió: “este es ahora nuestra moneta”;

y no era el orgullo lo que hablaba en él, sino la resignación de alguien que ha heredado lo ajeno como si fuera suyo.

 

En Guayaquil, sucedió algo similar. Mencioné el sucre, aquella moneda que por más de un siglo circuló entre los ecuatorianos. Una joven confundió el término con la palabra “azufre”, y otros me dijeron que “nunca la vieron”. Sólo lo pude conseguir en una casa de monedas antiguas.

Una generación entera ha crecido pensando que el dólar es su moneda originaria.

Eso no es solo un cambio económico.

Eso es una amputación simbólica.

 

Un amigo que conocí durante mi visita a la Habana en febrero;  me llamó preocupado hace un par de días. “Ricardo, no sé cómo decirlo, pero la dolarización ya empezó aquí, aunque nadie lo diga. Todo lo valioso se compra en dólares. Todo lo vital está en otra moneda. Y eso nos divide.”

 

La voz de mi amigo era la de quien ve cómo se disuelve poco a poco el alma monetaria de su patria.

Y lo que duele no es el billete en sí, sino la imposibilidad de decidir con autonomía, con justicia, con memoria propia.

 

Como bien advierte el economista francés Frédéric Lordon (2009), “sin soberanía monetaria, un país no decide nada: sólo gestiona los márgenes que le dejan”. En este sentido, la dolarización no sólo representa una decisión técnica, sino una cesión profunda de poder y memoria.

 

Cuando un país renuncia a su moneda, renuncia también a su capacidad de soñar desde sí mismo.

Se desactiva la política monetaria.

Se depende de decisiones tomadas en otro país, bajo otras realidades.

Se importa estabilidad, sí, pero también vulnerabilidad ajena.

Se abandona una herramienta de protección para los más débiles, para los más pobres.

Y, más grave aún, se pierde el referente emocional que vincula a la gente con su historia económica.

 

No es solo economía.

Es pertenencia.

Es identidad.

Es dignidad.

 

La moneda es más que un valor de cambio.

Es una palabra de amor escrita por los pueblos a su propia historia.

 

Al ver un billete con el rostro de un prócer, con un escudo nacional, con una fecha significativa, recordamos que existimos por nosotros y para nosotros.

 

Pero cuando usamos una moneda ajena como propia, algo se rompe.

Y lo más triste no es que no lo notemos,

sino que dejamos de recordar que alguna vez hubo algo nuestro que valía tanto como el oro.

 

Como presidente en México del Consejo Mundial de la Paz, voluntarios de la ONU, he escuchado a pueblos que celebran la dolarización por su estabilidad aparente.

Pero también he escuchado a pueblos que lloran en silencio por no tener ya algo tan simple y tan profundo como su propia moneda.

 

Este artículo no es una condena al dólar ni a quienes lo han adoptado.

Es un llamado a la reflexión:

¿Estamos cambiando soberanía por comodidad?

¿Estamos regalando memoria por estabilidad?

¿Estamos vendiendo identidad a cambio de silencio económico?

 

Hoy, más que nunca, debemos defender nuestra soberanía monetaria como se defiende un idioma, una bandera o un himno nacional.

 

No lo hagamos desde el miedo, sino desde la esperanza.

Desde el deseo de construir economías sanas, sí, pero también raíces sólidas.

 

Que ningún joven mexicano, ecuatoriano, salvadoreño, cubano o de cualquier nación crezca usar o sin siquiera saber cuál fue la moneda de sus abuelos.

 

Que ningún pueblo pierda la brújula de su identidad entre tasas de interés ajenas y decisiones foráneas.

 

Porque cuando un país pierde su moneda, no solo cambia lo que usa para pagar.

Cambia, tal vez para siempre, lo que siente que vale como nación.