Enrique Caballero Peraza
Capítulo 10: El que ve la muerte
—“Lo que se mira con suficiente tiempo… termina por mirarte de vuelta.”
La casa duerme. O eso parece. Porque el sueño de una casa nunca es total: siempre hay un murmullo, un quejido de la madera al expandirse con el frío, una respiración ajena que no sabes si es humana o parte del lugar.
Y entre todo eso, estoy yo, sentado en el pasillo, rodeado por una luz que no es luz del todo, una penumbra espesa que huele a polvo, a café viejo, a papel mojado. La puerta del cuarto de los niños está entreabierta.
Desde donde estoy, puedo ver los contornos: la silueta de Bruno enredado en su sábana, un pie fuera de la cama, la punta del casco de cartón que aún no quiso desechar; y más allá, la figura pequeña de Sofía, quieta, apenas curva, con el peluche azul abrazado como si lo protegiera ella a él. Clara duerme al fondo, más allá del marco de la habitación, su brazo caído, su rostro oculto bajo el cabello.
Podría haber sido una estatua de cera si no fuera por el movimiento pausado de su pecho, que marca el paso de un tiempo que aquí, ahora, parece detenido. Y yo los miro. No como un padre, no como un esposo.
Los miro como quien ya ha vivido su ausencia. Mi cuaderno está sobre las rodillas. Las hojas crujen al más mínimo roce. Hay dibujos allí que ya no recuerdo haber hecho.
Siluetas. Rostros duplicados. Cuerpos cayendo hacia dentro.
Trazos que parecen hechos por una mano que no era del todo mía. No dibujo ahora. No necesito hacerlo. Ya no necesito anticipar la muerte. La muerte vive conmigo. Respira bajo la puerta. Se pasea por los rincones. Se sienta a mi lado cuando me sirvo un café.
Ya no llega. Ya está. Y yo, en mi ceguera infantil, creí que había cruzado una línea. Pero no. Yo soy la línea. Descubrí algo que nadie debería descubrir. No por temor a lo que significa. Sino porque saberlo no cambia nada. Solo duele. Creí que el mayor castigo era ver morir a los demás. Creí que lo terrible era la impotencia. Pero estaba equivocado. El verdadero castigo es mirar la vida sin poder ignorar su fin. Ver en cada sonrisa la grieta que un día se abrirá. Ver en cada abrazo la forma exacta en que se romperá. Ver en cada voz la manera en que callará. Y aún, así… seguir amando. Seguir acariciando.
Seguir sirviendo el desayuno. Hace unos días, una mujer murió en la sala de espera del hospital. No era joven. No era vieja. No era nadie, y era todos. Murió sentada, con una revista abierta por la mitad.
Los médicos llegaron tarde. No tenía familia. Yo estaba allí. Y no hice nada. Solo me senté a su lado. Le dije su nombre. Le acaricié la mano, y le conté —con la voz que uno usa con los niños pequeños— que no estaba sola. No porque lo creyera. Sino porque en ese momento, era cierto. Y cuando se fue, no lloré. No porque no doliera.
Sino porque ya no sé cómo se llora lo inevitable. Ahora lo sé: hay un precio en alterar la muerte. Y no es el castigo. Es el conocimiento. El que ve la muerte no pierde el sueño por las almas que se lleva. Lo pierde por las que deja atrás. Porque después de todo, todos los que viven están a punto de morir. Y yo, por alguna razón que nunca sabré, estoy obligado a verlo primero. La mayoría vive entre velos. Yo no. Yo veo con una claridad que ya no quiero.
Y sin embargo, no puedo cerrar los ojos.
Porque si los cierro… la veo igual. La muerte. Ella me observa desde cada esquina. Me ronda. Me mide. Me espera. Y aún, así, esta noche, no siento miedo. No porque haya vencido nada. Sino porque he aceptado que esta es mi forma de estar en el mundo. No soy quien salva. No soy quien decide. No soy quien huye. Soy el que ve. Y a veces, cuando el mundo se apaga un poco y todo parece desvanecerse, me digo algo que no sé de dónde viene, pero que repito como un rezo: Mirar también es una forma de amar.
