El que danza con la muerte

Enrique Caballero Peraza

Capítulo 10: ¿Y ahora qué?

—“Una vez que tocás la telaraña, la araña se despierta.”

Los días posteriores al accidente fueron silenciosos.
En mi casa, el mundo seguía como si nada hubiera ocurrido.
Clara cocinaba. Bruno hacía dibujos de dinosaurios en la ventana empañada. Sofía cantaba bajito, susurrando letras que solo ella entendía. Todo parecía… intacto. Pero yo no.  Yo estaba vacío. Lleno de voces mudas, de imágenes que no podía borrar. Durante el entierro colectivo de los niños —una ceremonia llena de globos blancos y silencio contenido— me quedé en el coche. No por cobardía. Sino porque sabía que, si pisaba ese lugar, algo dentro de mí iba a estallar.                                                                                Clara me preguntó por qué no quería ir. Le dije que era por trabajo. Que me habían llamado de urgencia al hospital. Mintiendo como un hombre que ya no teme mentir, porque se ha convencido de que la verdad puede matar.                   Y entonces, empezaron a llegar. Las visiones. Ya no eran ocasionales. Ya no eran súbitas. Estaban todo el tiempo. Comenzaron con pequeños destellos. La cajera del supermercado, sonriente, con el cuello doblado sobre el suelo frío de un baño. El vecino del tercer piso, atragantado en su cocina, con el rostro amoratado. Una mujer en la calle, hablando por teléfono, cayendo entre la multitud como una hoja sin aviso.     Después vinieron los otros.                                          Los pacientes del hospital. Los enfermeros.
Los médicos. Y luego, mis propios amigos.
Mi madre. Mi suegro. Un compañero de universidad. Cada rostro que veía se duplicaba en otro, uno futuro, uno inerte.
Yo hablaba con ellos… mientras veía cómo iban a morir.   En una reunión de padres en la escuela, saludé a una madre con la que apenas había cruzado palabras.                   La vi reír. Y al mismo tiempo, la vi en su auto, deshecha contra una columna. Sus lentes torcidos. Su boca abierta. El cinturón clavado en el pecho. Una bolsa de compras en el asiento del acompañante. Huevos rotos. Sangre. Parpadeé. Ella seguía allí, hablando de la rifa del colegio. Yo ya no podía distinguir lo real de lo venidero.      El mundo se volvió transparente.                             Como si la muerte hubiera abierto los poros de la realidad.                                                                                  Como si yo ya no caminara entre personas, sino entre versiones futuras de su ausencia.                                                Y lo peor era que no podía apagarlo.                       Antes, las visiones llegaban como avisos.             Ahora eran una segunda capa de mi percepción, siempre activa. Como si mis ojos hubieran sido alterados, modificados por algo que me observaba desde más allá del tiempo.                                                                                        Había movido algo. Algo que no se podía volver a dormir.                                                                                   Una noche, no soporté más. Me encerré en el baño, como tantas otras veces. Abrí el cuaderno. Quise dibujar.
Pero no pude. Porque ya no sabía qué era la muerte… y qué no.                                                                                      Las páginas se llenaron solas de líneas torcidas. De rostros duplicados. De cuerpos cayendo sin contexto. Y entre ellos, el mío. Una y otra vez.                                                        Clara entró sin tocar. Me vio de rodillas frente al inodoro, temblando. No dijo nada. Solo me abrazó. Y yo lloré. Por fin. Por todos. Por mí.                                                 Desde la mañana en que permití morir a esos treinta niños para salvar a mi familia, el mundo empezó a oler distinto. No hablo de metáforas.                                    Literalmente, todo huele diferente.                                  El aire tiene una densidad turbia, como si estuviera saturado de algo que no se puede ver, pero que lo impregna todo. No sé si es el miedo. La culpa. O la muerte misma, ahora impregnada en mis sentidos.                                                El hospital huele a carne caliente y a desinfectante, como siempre. Pero ahora también huele a despedida.                  Las calles huelen a metal viejo, a caucho quemado, aunque no haya autos cerca.                                                                  La casa… la casa huele a cosas que no sé nombrar.      Hay mañanas en las que despierto empapado en sudor, el cuerpo entumecido, los ojos ardiendo como si hubieran sido forzados a mirar algo demasiado tiempo.                      No hay más tregua.                                               Las visiones no regresaron. Se instalaron.               Ahora, todo lo que veo, lo veo dos veces.             La primera, como cualquier persona: Clara sirviendo el desayuno, Bruno hablando de circuitos, Sofía cantando algo sin letra mientras dibuja. La segunda, como alguien que ha sido condenado a ver el reverso de las cosas.                              Clara, desplomándose súbitamente sobre la estufa.
Bruno, electrocutado por un experimento que se sale de control. Sofía, cayendo por las escaleras con una expresión vacía, sin sorpresa. No es una certeza. Es una posibilidad.
Pero cuando uno ve posibilidades con la claridad de un recuerdo, la mente ya no distingue.                                                     Camino por la calle como un médium que no fue entrenado. Cada rostro es una predicción. Cada cuerpo, una versión en tránsito de su cadáver. La chica que vende café en la esquina va a morir en un incendio. El guardia del estacionamiento, atragantado por una empanada. Una madre con su hijo en brazos cruzará mal una avenida.                 Yo no los salvé antes. No los salvo ahora. No los salvaré mañana. Porque ya no puedo.                                      No porque no quiera. Sino porque el equilibrio se rompió. Y hay algo —una lógica antigua, más vieja que la culpa y más sorda que la justicia— que se está cobrando cada uno de mis gestos.                                                            Mi cuerpo lo sabe.                                                                 A veces, siento una presión en la nuca, como si algo invisible me sujetara la columna. Mis oídos zumban. Sangro por la nariz. Olvido palabras. Hay momentos en los que dejo de entender lo que escucho. Como si el lenguaje fuera otra dimensión a la que no siempre tengo acceso.                 El cuerpo se está quejando. Y no puedo culparlo          Lo he usado como canal.                                           Como puente. Como  contenedor de algo que no debería habitar a ningún ser vivo.                                        He dejado de escribir y dibujar. No porque no quiera, sino porque el cuaderno se llena solo. Abro la tapa, y hay nombres. Nombres que no conozco. Fechas. Dibujos mal trazados. Siluetas sin ojos.                                                      A veces, despierto con tinta en los dedos.               O con palabras garabateadas en el espejo empañado del baño: “Ella viene.”                                                       No sé quién es ella.                                                   Pero tengo miedo de que sea yo.                               Clara ya no me pregunta. Solo me observa.                         Me sigue con esa paciencia brutal que tienen los que han amado a alguien durante su derrumbe.                             Una noche, se sentó frente a mí mientras yo intentaba cenar. El tenedor en mi mano temblaba. La sopa se enfriaba. La radio hablaba de una muerte múltiple en un edificio, y yo solo la oía como si hablara de mí.                                         —Estás perdiendo el sentido de la realidad —me dijo, sin levantar la voz.                                                           —¿Qué quieres decir?                                       —Que ya no te veo, Axel. No puedo reconocerte, ya no sé quién eres, estás como fuera de este mundo.                                 Y tenía razón.                                                                        Ya no tengo bordes.                                                   Soy un contorno mal hecho de lo que fui.
Soy una imagen borrosa dentro de mi propia vida.                        Sofía me dejó un dibujo esta mañana.                      Es una figura pequeña, de pie frente a una ventana.
Afuera hay cuerpos cayendo del cielo, como hojas secas.
En la figura, hay un solo color: gris.                                     Detrás, una sombra. Gigante. Sin forma. Sin ojos.               Y una palabra escrita en la parte inferior:                “Ver duele.”                                                              No sé si ella entiende. No sé si dibuja lo que sueña o lo que presiente. Pero ese papel me dejó temblando todo el día.                                                                                                    Y entonces vuelvo a la pregunta. La única que importa. ¿Y ahora qué? ¿Seguir mirando hasta que el don se pudra en mi cerebro?    ¿Advertir a todos, sabiendo que cada salvación exige otra muerte en alguna parte?
¿Callar? ¿Gritar? ¿Escribir? ¿Morir? No lo sé. Solo sé que algo se desató.                                                                         Que ya no soy solo un hombre con una visión.        Soy un hueco. Un canal. Un espejo negro.                           La muerte me observa. No como enemiga. No como amiga. Como cómplice.                                                                  Y me ha dejado el privilegio maldito de ver todo lo que no puedo evitar.