EL QUE DANZA CON LA MUERTE

Por Enrique Caballero Peraza

Capítulo 2: No digas nada

Después de que el abuelo murió, el comedor cambió de olor.
Ya no olía a pan fresco ni a sopa de tomate. Olía a flores marchitas, a cera derretida, a silencio. De ese que se instala como polvo en los rincones y tarda en irse.

Mamá guardó la vajilla especial que solo usaba los domingos. La metió en una caja de cartón, junto con el mantel blanco que el abuelo siempre manchaba con migas. —Es solo por ahora —dijo, como si intentara convencerse a sí misma.

Pero yo sabía que “por ahora” quería decir “nunca más”.

Papá se volvió más callado. Ya no se reía de los anuncios en la televisión, ni discutía con la pantalla cuando perdía su equipo. Llegaba del trabajo, se servía una copa de vino —que antes solo tomaba en Navidad— y se sentaba frente al televisor, sin volumen, como si necesitara que alguien lo mirara sin decir nada.

A mí nadie me preguntó cómo me sentía. Al menos no de verdad. Mamá me abrazó mucho esa semana, es cierto, pero sus ojos estaban siempre húmedos y ausentes, como si no me viera del todo.

—¿Estás bien, mi amor? —decía, pasándome la mano por el pelo.

Yo asentía. Porque decir otra cosa significaba tener que explicar lo que no podía.

Yo no estaba bien. Porque yo sabía que iba a pasar. Y no hice nada.

Y lo peor era que no sabía si había sido una señal de Dios, de un fantasma, de mi cabeza. Solo sabía que lo vi, antes. Claramente. Como si el tiempo se hubiera rendido a mis ojos por un segundo.

A los ocho años, nadie debería cargar con algo así. Los días siguientes al funeral fueron extraños. La gente venía a la casa a dejar comida y abrazos incómodos. Los adultos hablaban en susurros cuando pensaban que yo no escuchaba.

Una noche, escuché a mamá decirle a papá, en la cocina:

—Lo encontré dibujando otra vez. Un mapa. Como los que hacía con papá.

—Déjalo. Es su forma de procesarlo —respondió él, sin mucha emoción.

Procesarlo. Como si la tristeza fuera una fórmula matemática.

Pero no era tristeza lo que yo tenía. Era miedo. Un miedo viscoso que se me pegaba al pecho y no me dejaba dormir.

Fue en una de esas noches cuando volvió a pasar.

Estaba acostado en mi cama, con la manta hasta la barbilla. Afuera, llovía. Esas gotas finas que golpean la ventana como si alguien tocara con los dedos. Tenía los ojos abiertos, fijos en el techo, cuando me llegó otra imagen. No fue como la del abuelo, no tan clara, no tan detallada. Pero fue igual de real.

Vi a mi vecina del segundo piso, la señora Emilia, que siempre me daba caramelos de menta, resbalando en las escaleras del edificio. Llevaba su abrigo rojo. Su bastón se deslizaba. Su cabeza golpeaba el mármol con un sonido seco.    Me incorporé en la cama. Me costaba respirar. Cerré los ojos con todas mis fuerzas, como si con eso pudiera borrar lo que acababa de ver. Pero la imagen seguía ahí. Persistente. Fría.

Al día siguiente, traté de evitar mirar las escaleras.

Cuando bajamos con mamá para ir al colegio, me aferré a su mano.

—¿Te pasa algo, Axel? —preguntó, mientras buscaba las llaves del coche. Negué con la cabeza.

Pero ese día, al volver de clases, vi un pequeño grupo de vecinos en la entrada. Ambulancia. Luces intermitentes.   Una camilla. Y el abrigo rojo de la señora Emilia.    Mi madre me tapó los ojos, pero ya era tarde. Yo ya lo había visto antes.

Esa noche, me encerré en el baño y me miré al espejo por un buen rato. Me observé como si buscara algo distinto en mí. Algún indicio. Un brillo extraño en los ojos. Pero seguía siendo el mismo niño, con pecas en la nariz y el cabello desordenado.

Solo que ahora había algo más. Algo que me acompañaba a todas partes.

Una certeza: podía ver lo que iba a pasar. Lo malo. Lo inevitable.

Y entendí algo más, aunque no supe ponerlo en palabras en ese momento: si hablaba, iban a pensar que estaba loco. Si decía que veía morir a las personas antes de que murieran, no me creerían. O peor aún, pensarían que yo lo causaba. Que lo deseaba.

Así que hice lo que me pareció más seguro: No dije nada.

Guardé el secreto como quien guarda una caja con una bomba adentro. La cerré con todas mis fuerzas, le puse mil cerrojos imaginarios, y recé para que nadie la encontrara.

Pero la muerte, como el mar, siempre sabe encontrar su camino.