Danza mortal
segundo libro
Enrique Caballero Peraza
Capítulo 2: La mujer del puente
—“Hay miradas que no buscan el mundo, sino su forma de abandonarlo.”
El amanecer tenía ese matiz enfermo que a veces adopta la ciudad cuando la niebla baja demasiado, como si el cielo no terminara de decidir si debe iluminar o silenciar. La humedad se pegaba a la piel con una insistencia absurda, y el aire olía a óxido, como si la realidad se estuviera descomponiendo desde los bordes más delgados de su estructura. Conducía sin rumbo, como tantas veces. Una parte de mí decía que huía. Otra, que buscaba. No sabía cuál mentía más. Las calles estaban casi vacías. Solo algunos barrenderos, farolas que titilaban con la terquedad de los moribundos, y uno que otro perro vagabundo que parecía oler en mí algo que no comprendía. Entonces la vi. Estaba de pie sobre el puente de concreto que cruza el viejo canal seco de la ciudad. Una mujer. Sola. Silenciosa. Inmóvil. No lloraba. No gritaba. No se aferraba a la baranda. Solo estaba ahí, mirando hacia abajo con una quietud tan perfecta que se parecía a la muerte misma. En otro tiempo, no habría notado nada más. Pero ahora, con este cuerpo atravesado por visiones como raíces venenosas, sentí antes que vi. Fue como una punzada en la base del cráneo. Un cambio en el aire. Un murmullo lejano, como si alguien hubiera llamado mi nombre desde un túnel lleno de agua. Y entonces llegó la imagen. La vi lanzarse.
No como una decisión. Sino como un destino. Como si el universo ya hubiera firmado su sentencia y solo esperara el acto. Vi su cuerpo rebotar contra la piedra.
Vi la sangre abrirse como una flor contra el concreto.
Vi sus ojos aún abiertos al final, como si buscaran la respuesta que no habían hallado en la vida. Y supe que tenía segundos. No minutos. Segundos. No recuerdo cómo frené. No recuerdo si corrí o volé. Solo sé que cuando llegué al puente, ella ya estaba subida a la baranda. La niebla la envolvía como un sudario.
Y el viento le golpeaba el cabello hacia el rostro. Me acerqué. No quise hablar. No grité. No pedí. Porque sabía que las palabras no son bálsamo para quien ha decidido morir. Sabía que cualquier palabra era una fractura más. Ella me escuchó. Lo supo. Y sin volverse, dijo: —¿Cómo sabías que estoy aquí? Mi voz salió más baja de lo que esperaba. —Lo supe. —¿Me conoces de algún lado? —No. —Entonces, ¿por qué viniste? ¿Qué haces aquí? La verdad era un nudo en la garganta. Una verdad que no podía decirse sin que se abriera algo más grande. —Porque no quiero ver lo que ya vi. Ella se volvió. Sus ojos estaban secos. No había desesperación en ellos. Solo una certeza cansada. —Tú también sabes cómo termina todo… ¿no? Y por un segundo, me pareció estar hablándome a mí mismo. Nos quedamos en silencio. El canal abajo era un abismo sin agua. Una trinchera gris, con manchas negras que parecían bocas abiertas. Los autos pasaban a lo lejos, indiferentes. La ciudad ni siquiera respiraba. Ella bajó un pie. Después el otro. Temblaba. Pero no de miedo. De regreso. La abracé. Y su cuerpo pesaba poco. Como si ya hubiera empezado a irse y yo solo la hubiera retenido por un hilo. No dijo gracias. No preguntó quién era. No lloró. Solo se dejó llevar al borde del puente. Se sentó. Y me miró con esos ojos que ya habían tocado el fondo. —No sé por qué estoy viva. —Tal vez no es ahora el final —le dije. Ella bajó la mirada. —Pero va a llegar, ¿no? Y no supe qué decirle. Porque sí. Porque siempre llega. La ambulancia tardó. Ella no opuso resistencia. Solo me miró antes de que la llevaran. —¿Te voy a volver a ver? —No. Pero yo sí —dije. Ella frunció el ceño. Quiso preguntar. No pudo. Esa noche dormí. Por primera vez en semanas, dormí sin sobresaltos. No hubo gritos. No hubo cuerpos cayendo. No hubo explosiones. Solo el sonido leve de la lluvia en el techo. Y el murmullo de Clara respirando a mi lado. Pero aún en el sueño, supe que no era suficiente. Porque la muerte no deja que le roben nada sin pedir algo a cambio. Porque salvar una vida no paga las otras treinta. Porque yo no soy redentor. Solo soy el que ve. Y esta vez, elegí actuar. Y ahora… ella lo sabe.