Jorge Laurel González
La paz es el estado idóneo de la humanidad (aunque los reinos no lo saben).
Miguel Fernández Caballero de Granada (1495 – 1580) Escritor español.
Hoy celebro con el corazón y con la razón. Celebro como latinoamericano y como empresario que sabe que la paz no es una idea abstracta, sino el aire que respiran nuestros hoteles, restaurantes y plazas públicas. Y celebro, sobre todo, porque el Premio Nobel de la Paz 2025 ha sido otorgado a María Corina Machado, un reconocimiento que honra a una mujer y a una causa: la lucha democrática y pacífica del pueblo venezolano. No es un premio cualquiera ni una anécdota de agenda internacional; es un parteaguas. En el lenguaje de los negocios diríamos que redefine el entorno: cambia las expectativas, reordena incentivos y envía una poderosa señal a los actores dentro y fuera de Venezuela. El Comité Noruego no se limitó a premiar a una figura visible; subrayó un método y un horizonte: la resistencia cívica, sostenida en la organización, la palabra y la movilización no violenta. En su comunicado, el Comité remarcó que, en un tiempo de sombras, Machado “mantiene viva la llama” de la democracia. Ese es el núcleo del mensaje: la paz no es pasividad; es coraje civil, sostenido con disciplina. Para entender la densidad de este reconocimiento, miremos el contexto reciente. María Corina Machado fue inhabilitada para competir en las presidenciales de 2024, pese a haber ganado de forma contundente la primaria opositora de 2023. A partir de entonces, vivió en la semiclandestinidad, mientras su entorno sufrió detenciones, exilios y asedio. Aun así, se mantuvo en el territorio, cohesionando a una oposición históricamente fragmentada y dando un cauce pacífico al hartazgo social. Ese temple —más que cualquier consigna— es lo que hoy se premia. Habrá quienes pregunten: ¿qué tiene que ver esto con el mundo de la hospitalidad? Para quienes trabajamos en él, la paz es infraestructura. Un país sin garantías cívicas es un país sin llegadas, sin reservaciones, sin mesas llenas, sin cadenas de valor funcionando de la granja a la mesa. En sentido inverso, la fortaleza de nuestras ciudades como espacios de encuentro —un lobby donde se conversa, un comedor donde se negocia, una barra donde la vida cotidiana se reconcilia con la esperanza— depende de instituciones que protejan el disentir, el votar, el emprender. Por eso este Nobel no es “política lejana”; es una condición de posibilidad para que millones vuelvan a vivir donde quieren, para que los negocios vuelvan a abrir la cortina sin miedo y para que el turismo regrese como puente entre familias y regiones. Machado encarna, con sus límites y debates —todos los líderes los tienen— un tipo de liderazgo que América Latina necesita: civil, persistente y orientado a reglas. No prometió atajos de fuerza; insistió en que el camino era organizar, votar, documentar abusos, articular alianzas y, si era necesario, resistir en silencio y a ras de suelo. Por eso el Comité habló de “un ejemplo extraordinario de coraje ciudadano”. En tiempos en que la polarización premia el grito, este Nobel premia la tenacidad democrática. Como politólogo, veo además un mensaje geopolítico nítido: la paz democrática no se limita a la ausencia de guerra; se funda en derechos efectivos, elecciones creíbles y garantías para la oposición. Venezuela es hoy una encrucijada: o consolida una apertura que permita reencauzar su economía y reconciliar a su diáspora con el hogar, o se aferra a una excepción autoritaria que solo multiplica costos humanos y materiales. Que el Nobel recaiga en una líder que unificó a una oposición históricamente dispersa sugiere cuál es, para la comunidad internacional, el vector legítimo de cambio: la vía cívica. También sé que este premio no “resuelve” nada por sí mismo. No es una varita mágica. Pero altera la ecuación de riesgos. Aumenta el costo internacional de la represión, otorga protección simbólica y hace más difícil caricaturizar al movimiento democrático como una “minoría ruidosa”. Por eso muchos analistas anticipan efectos políticos internos: cuando el mundo mira, la impunidad retrocede medio paso.
¿Y las objeciones? Las hay: algunos críticos señalan posturas de Machado que consideran demasiado duras, o su cercanía con liderazgos internacionales conservadores. Responderé con dos criterios. Primero: el Nobel premia trayectorias de paz, no plataformas ideológicas. Segundo: en democracia se debate todo; lo inaceptable es silenciar al que piensa distinto. Este reconocimiento no canoniza ni “blanquea” a nadie; legitima un método: el de la lucha pacífica por derechos y elecciones. Ese método, en nuestra región, merece defensa cerrada, venga de donde venga. Desde mi oficio, miro también la economía moral del premio. La paz que se defiende en Venezuela tiene rostro de sobremesa familiar, de trabajadores que envían remesas, de proveedores que esperan cobrar a tiempo, de comunidades que quieren recibir viajeros sin pedirles “que traigan efectivo por si falla todo”. Cuando se restituye el estado de derecho, florece lo que mejor sabemos: hospitalidad. Y la hospitalidad, bien entendida, es política en su sentido más noble: crear espacios donde el otro vale, donde el pacto es cumplir lo prometido, donde se escucha y se sirve. Sé que, para algunos, América Latina vive condenada a los ciclos del desencanto. Yo prefiero pensar que vive entrenada en resiliencia. Ese músculo —forjado en terremotos, huracanes y vaivenes políticos— nos permite celebrar logros que no se consiguen por accidente, sino por acumulación de pequeñas valentías. El Nobel a María Corina Machado es la validación internacional de esas valentías cotidianas: madres que no renuncian, jóvenes que cuentan votos, periodistas que documentan, abogados que apelan, vecinos que abren su casa para un comité de barrio. Lo dije al inicio: celebro con el corazón y con la razón. Con el corazón, porque Latinoamérica se reconoce en esta historia: la del ciudadano que resiste sin fusil y vence sin humillar. Con la razón, porque las democracias prósperas —las únicas que producen riqueza duradera— se construyen sobre reglas y confianza, no sobre cultos a la personalidad. Si hoy aplaudimos este Nobel, no es por romanticismo; es por interés bien entendido: sociedades libres son sociedades más estables, más creativas y más productivas. ¿Qué sigue? Dependerá de muchos factores: apertura negociada, garantías, verificación internacional, justicia transicional. Pero hoy está más claro que ayer que el mundo no es indiferente a lo que ocurre en Venezuela y que la vía pacífica tiene respaldo. A quienes desde el poder se sienten tentados a la revancha, este premio les recuerda que la legitimidad no se improvisa ni se confisca: se gana en urnas creíbles y se cuida respetando derechos. En mi mesa de trabajo, entre cartas de vinos y estados financieros, tengo una frase subrayada que me repito en tiempos difíciles: la paz empieza en cómo tratas al que no piensa como tú. Hoy esa frase se hace país: el Nobel a María Corina Machado nos invita a reaprender la convivencia, a creer que la discrepancia no es una amenaza, sino el combustible de las democracias adultas. Si somos capaces de traducir este mensaje a políticas públicas, a acuerdos empresariales, a una cultura del servicio que incluso en el conflicto trate con dignidad al otro, habremos honrado el sentido más profundo de este día. Levanto entonces una copa —metáfora obligada en mi oficio— no para brindar por una persona, sino por un método y un futuro. Que la paz, con nombre y rostro, siga abriéndose paso en Venezuela y nos contagie a todos. Que los aeropuertos se llenen de retornos, los restaurantes de conversaciones y las plazas de risas. Que el turismo vuelva a ser puente, la empresa escuela de ciudadanía y la política el arte de acordar sin rendirse. Hoy, desde Acapulco, digo gracias. Porque este Nobel nos recuerda que la paz no es un lujo: es la primera necesidad de cualquier sociedad que quiera prosperar con dignidad. Recuerdos que solamente Juntos Logramos Generar: Propuestas y Soluciones.
JLG