Danza mortal Segundo libro
Enrique Caballero Peraza
—“La muerte no es injusta. Solo es exacta.”
Fue un temblor breve. Nada que deba quedar en los registros sísmicos del país. Una vibración menor. Un estremecimiento del suelo como si algo debajo —muy hondo, muy viejo— se hubiera girado en su lecho. Pero para mí fue suficiente.
Porque yo ya lo sabía. No era una advertencia. Era un llamado. Hoy. Era hoy. No el tren. No el edificio. No una masa lejana de desconocidos. Mi familia. Una y otra vez. Pero esta vez no fue como una posibilidad. No como pesadilla. Como realidad marcada. El cuaderno estaba ya abierto sobre la mesa.
Había una sola frase escrita, con letra torcida, como trazada por una mano temblorosa: Ella vuelve esta noche. Y no decía quién. Pero yo sabía. La muerte. La misma. La única. La exacta. Pasé el día como quien ya no está. Fui al hospital. Atendí pacientes. Les receté analgésicos, betabloqueadores, antibióticos. Todo funcionaba. Todo parecía normal. Pero ya no había mundo. Porque algo se había roto en mí. No la esperanza. Eso lo perdí hace mucho. Se había roto la ilusión de que podía elegir. Clara me llamó al mediodía. Su voz sonaba a casa. A bosque en invierno. A canción que uno no quiere terminar. —¿Todo bien? —Sí. Y mentí. Una vez más. Por última vez. Sofía me envió un mensaje: Papá, ¿te pasa algo? Soñé raro. No respondí.
Bruno, bueno, él no escribió. Y por un instante, pensé que quizás eso era mejor.
Que el amor, cuando es muy grande, también debe saber retirarse en silencio. Esa tarde el cielo se cubrió de un gris suave, sin dramatismo. Nadie corría. Nadie gritaba.
Las hojas de los árboles caían como lo han hecho siempre: una por una, sin pedir permiso. La muerte no necesita estruendo para acercarse. A veces basta con una tarde como esa. Regresé temprano. El portón chirrió al cerrarse.
La casa estaba en silencio. Clara cocinaba. Bruno veía un documental con auriculares. Sofía pintaba algo con témperas azules y negras. Los observé. Cada gesto. Cada respiración. Cada pausa entre palabra y palabra. No eran mi familia. Eran el corazón del mundo. Cené con ellos. Hablé poco. Reí cuando fue necesario. Besé a Sofía en la cabeza. A Bruno en el hombro. A Clara en la palma de la mano. Como si cada uno de esos gestos fuera una contraseña antigua para entrar al otro lado. Después, me encerré en el estudio. Tomé una hoja en blanco. Escribí lento. Con el cuerpo entero. Una carta para Clara. No decía todo. Pero decía lo necesario. Y, debajo, dibujé. Una figura que se arrojaba al vacío mientras otras, más pequeñas, miraban desde lejos con el rostro cubierto de luces. El reloj marcaba las 22:13 cuando sentí el segundo temblor. Más profundo. Más denso. Como si alguien hubiera pulsado una tecla grave en el piano del mundo. Y supe: ya viene. No recé. No me despedí. No pedí perdón. Solo tomé las llaves. Salí al coche. Conduje. Sabía dónde tenía que estar.
Porque si ella se atrevía a buscar a los que yo amo… entonces yo tenía que esperarla en su lugar. La muerte, como el mar, siempre cobra lo que se le debe. Y yo ya debía más de lo que jamás podré contar.