—“Hay miradas que no preguntan, porque ya saben. Solo esperan que uno tenga el valor de responder.”
Hace semanas que Clara me observa como si estuviera afinando el oído frente a una nota disonante. No me confronta. No insiste. No espía mis movimientos ni revisa mis cosas. Pero me mira. Y en esa mirada está todo. El insomnio. Las ausencias. Las salidas sin explicación. La sangre en las camisas. Los silencios que duran más que los días. Hoy me encontró en el patio, sentado con los ojos fijos en el suelo. Era mediodía. El sol caía en vertical sobre el cemento agrietado. Mis sombras eran cortas. Como si el cuerpo ya no proyectara futuro. Se acercó sin decir palabra. Tenía el pelo recogido de forma desprolija, la cara sin maquillaje, los ojos más cansados que antes. Y, aun así, era hermosa. Como lo son las cosas que ya no necesitan demostrar nada. Se sentó frente a mí. Dejó una taza de té sobre la mesa. La miró como si también necesitara tiempo para hablar. —¿Hace cuánto que no duermes más de tres horas? —preguntó finalmente. —No lo sé —dije. Mentí. —¿Quieres decirme qué pasa? —No. Y no porque no quisiera. Porque no podía. Porque explicarlo sería nombrar la condena, y decirlo en voz alta sería convertirlo en sentencia. Ella bajó la mirada. No dolida. No sorprendida. Solo… resignada.
Como quien ve venir la lluvia y sabe que no hay paraguas que alcance. —No sé si te estamos perdiendo —dijo entonces—, o si ya te perdimos del todo y nadie nos avisó. La frase me atravesó como un cuchillo afilado y lento. Me dejó sin aire. Sin palabras. —No es solo que no estás —continuó—. Es que estás dejando un espacio detrás. Un hueco. Y cada día, se siente más grande. Quise llorar. No pude. Quise decirle que la amaba.
Tampoco pude. Porque el amor, cuando está contaminado por el miedo, se vuelve mudo. Esa noche no hubo cenas. Ni televisión. Ni cuentos para dormir. Solo un silencio espeso. Una coreografía familiar ejecutada en automático. Sofía se encerró en su cuarto. Bruno salió a correr. Clara se quedó en el sillón, con un libro abierto que no leía. Yo fui a la cocina. Tenía sed. Tenía insomnio. Tenía angustia. Y fue entonces cuando la vi. Fue un instante. Un pestañeo. Una grieta. La cocina cambió de tono. El aire se volvió más denso. Las sombras, más largas. Y ella estaba ahí. Clara. De pie junto a la cafetera. Sola. Inmóvil. Y de pronto, el cuerpo que se desploma. Sin sonido. Como si alguien le hubiera apagado la corriente. El libro en el suelo. Una taza rota. Su cuerpo torcido. La cabeza sobre el mosaico frío. El pelo extendido. Los dedos abiertos. Y los ojos cerrados. No había sangre. No había violencia. Solo el final. Uno limpio. Silencioso. Devastador. Y entonces desapareció. Volvió la cocina. La de verdad. Sin Clara. Solo yo. Temblando. Apoyado contra la pared. Sudando. Con el corazón hecho ceniza. No sé qué vi. No sé si fue un aviso. Una posibilidad. Un error. Pero sé esto: nunca había visto nuevamente morir a Clara. Hasta ahora. Esa noche me acosté sin decir nada. Clara ya dormía. O fingía hacerlo. La abracé por detrás. Con fuerza. Y por primera vez en meses, le susurré: —Perdóname. No se movió. No respondió. Pero sentí cómo exhalaba, larga, profundo, como si hubiera estado conteniendo ese aire toda la vida.