Elías era el único que no me miraba raro. Después de la muerte del abuelo, después de la señora Emilia, después de Matías y su “accidente que no fue”, los otros niños empezaron a evitarme. No de forma directa. Solo… no me elegían para los juegos. No se sentaban junto a mí en el comedor. Hablaban de mí como si yo no estuviera ahí. Pero Elías no. Él se sentaba a mi lado. Me compartía su galleta de chocolate, aunque supiera que yo la odiaba. Me enseñaba cómo hacer aviones de papel que volaban recto. Decía que yo tenía “cara de búho triste”, pero que eso no era malo. —Los búhos ven en la oscuridad, ¿no? —me dijo una vez, en el patio, mientras mirábamos al cielo—. Eso haces tú. Ves lo que otros no ven. Me quedé callado. No le pregunté cómo lo sabía. Porque una parte de mí necesitaba que alguien lo entendiera. Aunque no pudiera explicarlo. Elías tenía doce años cuando murió. Yo también. No lo vi venir de inmediato. No como con el abuelo o la señora Emilia. Esta vez fue distinto. Fue como una piedra en el estómago que no se movía. Algo que empezó días antes, en silencio. Él estaba más callado de lo normal. Dibujaba corazones partidos en los márgenes del cuaderno. Reía menos. A veces ni siquiera me miraba. Un día le pregunté: —¿Estás bien? Me miró por un momento, con esos ojos tan oscuros que parecían no terminar nunca. —Tú sabes que no. Y luego se fue.
La visión llegó una madrugada, en medio de una tormenta. Esta vez, no fue como ver una escena desde afuera. Fue como estar adentro, vivirla. Sentir la humedad del baño, el frío del piso. Oler el desinfectante barato, el encierro, la desesperación. Vi una cuerda. Una silla volcada. Un cuerpo colgando. Grité. Mamá vino corriendo. Me abrazó, preguntó si había sido una pesadilla. —Solo fue un mal sueño, Axel. Solo eso. Pero yo ya sabía que no. Lo supe en el pecho. En los dedos. En la garganta cerrada. Era como un eco del futuro que ya me estaba persiguiendo. Al día siguiente, busqué a Elías en la escuela. No vino. Tampoco al otro. La noticia llegó dos días después. Un murmullo en los pasillos. Profesores con ojos vidriosos. Un minuto de silencio en la asamblea. Elías se había quitado la vida. Y yo no hice nada. Esa noche, me encerré en el baño y abrí el grifo. Dejé que el agua corriera sin sentido, solo para oír algo, cualquier cosa. Me tapé los oídos con las manos, pero igual oía su voz, su risa, sus palabras: “Los búhos ven en la oscuridad, ¿no?” No dormí. No comí. No lloré. Solo dibujé. Y por primera vez, el dibujo no fue un mapa, ni una escalera, ni una escena. Fue una silueta hueca. El contorno de alguien que ya no estaba. Y dentro, nada. Ni sombras. Ni trazos. Vacío. Mamá me llevó a hablar con una psicóloga después de eso. Dijo que me notaba apagado, ausente.
Me preguntaron muchas cosas. Si me sentía triste. Si extrañaba a alguien. Si tenía pensamientos feos. Yo solo asentía. Porque todo era cierto. Pero no del modo que ellos imaginaban. No podía decirles: “Lo vi antes, lo supe, lo dejé pasar.” Porque, ¿qué clase de monstruo sabe que su mejor amigo se va a morir y no hace nada? Pasé semanas sin dibujar. Los lápices se quedaron secos. El cuaderno, cerrado. Y las visiones se detuvieron. Por un tiempo, creí que se habían ido. Que Elías había sido el final. Que mi castigo por no hablar era perder ese don, o maldición, o lo que fuera. Pero no fue así. Solo esperaban, como el mar en calma antes de una tormenta. Y yo, mientras tanto, seguía cargando el silencio.